Estatuas de sal.


En ese lugar perdido, tan pequeño que no aparece en ningún mapa, tan viejo que el polvo es el mismo de cuando se construyó la primer casa, ahí viven Soledad y Héctor. Él es un soñador, ella tiende a la sobreprotección. Ya son diez años de matrimonio y ningún niño que ayude a mitigar el aburrimiento. Ella pasa las tardes frente a la ventana, observando el mismo panorama una y otra vez, la gente que regresa a casa, con la cara agachada, y la figura cansada, sin más ganas que descansar. Él no desea morir en ese lugar, piensa en la manera de tomar la maleta y salir para no regresar.
Una noche, parece que los dioses se acuerdan de ellos, una luz enceguecedora, una orden que no acepta desacato: “Parte ahora y no vuelvas, toma solo lo que puedas cargar, y sobre todo, parte sin mirar atrás”
El brinca de alegría, comienza el viaje, nadie se rehúsa a las órdenes de la divinidad. Ella sin embargo, observa todo su mundo y no entiende porque se debe marchar, solloza, empaca, busca la mirada de su marido, pero él está muy ocupado para darle el consuelo que ella busca en su mirada, así que sigue empacando mientras se hace a la idea de irse y no volver…

Justo en los límites del pueblo, Héctor se detiene y voltea, le ha ganado la alegría de saber que ya no forma parte de ese paisaje, Soledad horrorizada siente como Héctor se va convirtiendo en estatua, y justo antes de quedar atrapada en la mano del que era su marido, lo suelta y se detiene pasmada, el silencio solo se rompe cuando ella comienza a escuchar a su corazón latiendo acelerado, alegre. Se limpia las lágrimas, se dibuja una sonrisa en su rostro, ajusta su sombrero y camina, así, sin voltear la mirada atrás, todo lo que la anclaba al pasado ya no existe, todo se convirtió en sal.